lunes, junio 21, 2010



Conozco la escritura de muchas personas, de muchas personas que aspiran a convertirse en escritores, y claro, también he leído a muchos grandes escritores. Un rasgo que distingue a quienes aspiran convertirse en grandes escritores pasa, precisamente, por lo bien que escriben. Alguien que no conozca mucho de literatura puede quedar sorprendido y llegar a creer que se encuentra frente a un gran escritor. Sin embargo, si al mismo lector le presentamos un texto extraído de una novela escrita por un escritor reconocido, puede que no se sienta tan impresionado con el mismo. Si tuviéramos que leer una novela extensa escrita con el estilo del aspirante, de seguro que no pasaríamos de las primeras páginas.

Un estilo barroco puede impresionar a un lector poco refinado, pero no a un lector con un gusto más educado. La razón es simple: no puede destacar la forma del texto por sobre el contenido. Si la forma supera en vistosidad al contenido nos distrae y cansa. Cuando leemos una novela la escritura debe pasar a un segundo plano, sólo debe ser el soporte a través del cual se narra la historia, pero no debe convertirse en un fin en sí mismo. Es cierto que en siglos anteriores el criterio no era éste, pero hoy un texto recargado no gusta como pudo gustar dos o tres siglos atrás. Nos puede gustar leer a Shakespeare con su estilo, pero no nos gustaría leer una novela escrita como la hubiera escrito él, Cervantes, o cualquier autor de esos tiempos. Hoy preferimos la simplicidad, no lo rebuscado para pretender oficio. La historia narrada debe defenderse por sí misma, no a través de excesos barrocos que apuntan a alimentar la vanidad del escritor contra la calidad de la obra. Todo recurso espurio a la sola calidad de la historia narrada debe evitarse. Pero claro, hay que comprender esta etapa de aprendizaje por la que pasan los escritores noveles.

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