Muchas veces se sostienen principios que se convierten en lugares comunes, clichés, y no nos detenemos a pensar en lo que cada uno en verdad representa. ¿Quién puede negar que esperamos que quienes nos rodean sean auténticos, que no traten de mostrarnos lo que no son? Cuando alguien finge lo que no es nos molesta mucho, lo llamamos hipócrita. Pero si alguien es una mala persona, ¿esperamos que sea lo que es? Resulta paradójico que nos moleste que alguien aparente lo que no es, pero que también nos moleste lo que es, como cuando alguien dice todo lo que pasa por su cabeza con el pretexto de ser sincero. Escupen: yo no tengo dos caras, digo lo que pienso. En realidad estas personas que no tienen control sobre sus impulsos no son verdaderamente sinceras, simplemente actúan una falsa sinceridad cuando en verdad están descargando sus impulsos. No tienen control sobre sus impulsos, lo que los vuelve inestables, pues un día pueden defender una posición y al otro, otra. En realidad, estas personas no poseen capacidad para pensar y formarse una opinión, porque pensar implica inhibir nuestros impulsos para elegir expresar el más adecuado según nuestros deseos. La persona impulsiva no posee capacidad de pensamiento, sólo puede expresar sensaciones, pareceres muy volátiles.
No, no queremos que la gente sea lo que es, queremos que sean buenas personas. Para ser buenas personas deberán elegir en cada momento qué hacer, lo que implica deliberación. Si hay elección, quiere decir que nos elegimos de cierta manera en cada uno de nuestros actos. Yo puedo odiar a alguien, detestarlo, pero eso no implica que lo trate mal. Por mantener un comportamiento social correcto, no estoy traicionándome a mí mismo. Si debo contratar a alguien para un puesto que implique tratar al público, no quiero que sea auténtico, quiero que posea competencias sociales que le permitan desempeñar ese puesto de la mejor manera posible. Un médico no tiene que querer a sus pacientes, pero sí debe tratarlos bien y con respeto.
Existe una falsa creencia que considera que si alguien es auténtico no debería detenerse a calcular las consecuencias de sus actos. Es una idea romántica y completamente tonta. La autenticidad no se encuentra en actuar cada uno de nuestros impulsos, se encuentra en no mentir y aceptar nuestro pasado. Una persona incapaz de controlar sus impulsos no es apta para ninguna tarea de responsabilidad. La socialización no implica tanto el modelado del comportamiento, sino en enseñar a controlar nuestros impulsos. De todos los que aparezcan en una situación elegiremos expresar aquellos que sean más correctos a nuestro juicio.
Y a pesar de que todo lo que acabo de escribir sería aceptado por la mayoría, igual no podrían controlar el impulso a seguir repitiendo la frase que titula este artículo. No tanto por falta de autocontrol, sino más que nada por falta de capacidad para pensar antes de expresarse o actuar. Nos encontramos en un periodo histórico donde el pensar se encuentra desprestigiado, donde se alimenta el romanticismo de la acción espontánea, intuitiva, la corazonada. Pero así está el mundo con gente que apuesta a actuar sin pensar seguidos por sus impulsos. Tendencia que encontramos hasta en el ajedrez, de ahí a que el juego cuya esencia sería el pensar, se ha degradado al ajedrez relámpago, donde se mueve más por impulso que por pensamiento, ya que el tiempo que se dispone para pensar es de unos pocos segundos por movida.
Todo el mundo elige una imagen de sí en la que le gustaría convertirse. No está mal, es el famoso “ideal del yo” freudiano. Si no fuera así, viviríamos en la selva, y no podríamos confiar ni en nuestra sombra. Todo el mundo quisiera ser más de lo que es, posiblemente quienes crean que no podrán, sean quienes eligen ser lo que son, profundizando sus rasgos más antisociales.
Ser auténtico no implica ser un cretino. Pero muchos así lo creen, y por eso se empeñan en serlo, porque no pocas veces son premiados por ello. El antihéroe se ha puesto de moda.
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